El análisis de las autoridades del Instituto de Política y gestión en Salud –IPEGSA– ante las reformas sanitarias planteadas por el reciente DNU emanado del Poder Ejecutivo de la nación.
Por Lic. Natalia Jorgensen* y Dr. Rubén Torres**
Nuestro sistema de salud refleja la idiosincrasia política de grupos de poder y vaivenes de una economía que no crece hace años y se dio el lujo de destruir capital físico y humano en sus sucesivas crisis. Pese a gastar más del 10% de lo producido por el país no logra dar respuesta integral a las necesidades de toda la población, los indicadores sanitarios empeoran comparados con países vecinos y sistemáticamente aumenta la inequidad. Y en una economía cada vez más empobrecida, hay ingresos menores para el sector, que sumado a sus características estructurales dan como resultado su creciente deterioro.
Desde el regreso a la democracia los expertos discuten la necesidad de una reforma, de reformular el sistema para mejorar el acceso a los servicios incrementar su eficiencia e impactar en los resultados. Pero, esas discusiones tuvieron escaso o ningún debate, y las modificaciones que se plasmaron, impulsadas por organismos internacionales, lo fueron a través de decretos presidenciales, parciales, y muy limitadas en su alcance. Las dos más emblemáticas de los años 90 fueron el recupero de costos de los hospitales públicos por el sistema de autogestión y la “desregulación” de las obras sociales.
Dr. Rubén Torres, médico sanitarista, presidente de IPEGSA.
Ahora bien, ¿qué problemas resolvieron estas reformas? ¿En qué medida corrigieron desvíos y mejoraron el financiamiento? ¿La “desregulación” mejoró competencia y calidad de atención, o redujo costos de transacción, más allá del “descreme” de beneficiarios de mayores ingresos hacia la medicina prepaga? Las respuestas parecen confirmar que los objetivos buscados no se cumplieron. Hay causas múltiples pero, en un contexto que requiere articulación con el sector privado resultaba imperativo fortalecer la capacidad del Estado de conducir todo el sector, y nuestras “reformas” no intentaron construir una autoridad sanitaria con poder. A principios de los 2000 se pensó en eliminar el Ministerio de Salud, años después se lo rebajó a Secretaría y devuelto su carácter ministerial el resultado es el mismo, al no modificarse sus casi nulas atribuciones sobre partes importantes del sistema.
Hay consenso en que el mayor desafío es extender la cobertura real y garantizar una calidad homogénea de servicios a toda la población: inclusión y equidad. Pero sigue habiendo servicios de salud para pobres y para ricos, y no se logró atención de calidad homogénea para todos. Hay problemas sistémicos: mortalidad infantil en baja pero con brechas entre provincias que se mantienen, mortalidad materna elevada; gasto del 10% del PBI, con mayoría de obras sociales que no puede garantizar sus prestaciones empresas de medicina prepaga que dicen no poder cubrirlas, profesionales y trabajadores de salud que recurren a copagos o pluriempleo para consolidar un ingreso aceptable sostenibilidad financiera de clínicas y sanatorios inviable. Los gastos por discapacidad recaen totalmente sobre el sector salud consumen casi todo el fondo solidario de las obras sociales nacionales, y desdibujan la ecuación sanitaria asumiendo prestaciones de educación y transporte. Ninguno de estos temas, de urgente y necesaria solución, se menciona en el reciente DNU, focalizado casi exclusivamente en la medicina prepaga restringida a personas de ingresos medios y altos, concentradas en CABA y cuatro provincias: 13% de los argentinos, muchos de ellos obligados a pagar por la ineficiencia del Estado en cumplir su obligación de brindar servicios de calidad homogénea para todos. Un sistema de salud es más que uno de atención médica: es un conjunto de actores y acciones que incluye las funciones del Estado y la sociedad, para brindar una respuesta social definida como salud pública (no estatal). Esto implica definir objetivos sanitarios, modular el financiamiento para alcanzarlos, nominar personas antes que servicios, y ciudadanos antes que factores de poder.
Todo sistema tiene un modelo de gestión, su componente político, que define sus prioridades, y las decisiones a tomar desde la conducción, se basa en los valores que la guían y las funciones irrenunciables del Estado en salud. Ello define el modelo de financiación, cuyas fuentes principales ya no pueden ser cotizaciones sociales basadas en el trabajo o el bolsillo de los ciudadanos como lo son hoy en la Argentina. El “mercado” de salud presenta dinámicas complejas que el lucro por sí solo no explica como en otros bienes y servicios, y se torna difícil medir las preferencias de los consumidores. La racionalidad es limitada al decidir los pacientes qué consumir: hay una necesidad que los impulsa, en situación de fuerte contenido emocional, y quien define qué bienes y servicios serán consumidos es el médico, que prescribe o indica. Las personas se automedican, discontinúan tratamientos, los profesionales se convierten en cómplices cuando prescriben o dispensan medicamentos inadecuados y el Estado hace la vista gorda. La demanda, de componentes subjetivos y objetivos, en la pérdida de valores pasó, de un paciente con necesidades a un consumidor impaciente que demanda una satisfacción cada vez más difícil de lograr. De la esperanza de curar, mejorar los síntomas, calmar el dolor, pasó a mucho más que eso: ser aún más joven y sano que antes de enfermar, e incentivó el consumo de bienes y servicios sin prever el costo de oportunidad cuando el financiamiento es colectivo. Por ello, la innovación más poderosa para salvar vidas no es un medicamento o una tecnología, sino convertir en protagonista al llamado “paciente”, involucrarlo en el cuidado de su propia salud, abandonando la noción de “consumidor” y sujeto pasivo para hacerlo activo y ejercer ciudadanía, no solo con derechos sino también con deberes: modificar estilos de vida y conductas de riesgo, cumplir con determinados cuidados médicos, entre otros.
Los países con sistemas universales tienen mejores resultados de salud, con distribución más uniforme entre los diferentes grupos sociales, y sus mejoras son procesos de largo plazo en una senda de desarrollo, junto con otros sectores (educación, vivienda, etc.). Retomar este camino es imprescindible para recuperar el debate sanitario y construir un nuevo consenso, porque pese al aparente acuerdo en el discurso, la respuesta social a los problemas de salud de los argentinos se construye en forma independiente, sucesiva, con una autonomía que destruyó la idea de solidaridad indispensable, subyacente incluso en los seguros privados de salud.
Con esta premisa la seguridad social fue indiferente al deterioro progresivo del aparato prestador estatal pues las obras sociales “no son” sector público, y las prepagas al desfinanciamiento de la seguridad social porque, “no son” seguros sociales. Y así, cada cual atiende su juego, con un Estado cómplice e ineficiente, mientras el sistema de salud se va haciendo insostenible para todos. Atender todos al mismo juego, definir objetivos y estrategias coordinarlas, implementarlas y evaluarlas es de necesidad y urgencia.
* Vicepresidenta del Instituto de Política, Economía y Gestion en Salud (Ipegsa) ** Director de Ipegsa
Fuente: La Nación